En una esquinita, cerca de la puerta que daba al patio, se encontraba un
molinillo de hierro antiguo para moler el café. Los chiquillos se sentían
fascinados por ese artefacto y por el aroma maravilloso que exhalaba, cuando
los granitos morenos se convertían en polvo después de darle a la palanca por
un rato. Luego, era chorreado en sendos chorreadores, humeantes y olorosos.
Una pared, era ocupada por un largo mostrador de madera, cubierto por un
mantel de flores rojas. Pero, allá atrás, lo que destacaba por su forma y uso,
era el horno de arcilla, en donde su madre asaba el bizcocho, el sabroso pan
casero, las empanaditas de chiverre y cuánta delicia se le ocurriera.
Cerca de la casa, se alzaba imponente, el taller de carretas de la familia. Era
una construcción de dos plantas, de madera, pintado de verde. Se accedía al
segundo piso, por una escalera que chirriaba a cada paso, vapuleada por los
años. Aquel hermoso taller, era para ella, durante su infancia, un lugar
misterioso de tesoros escondidos y maravillosos descubrimientos. En la planta
baja, se encontraba la noria, la rueda de agua, que como gigante rugiente,
cuando comenzaba a funcionar, daba inicio y movimiento a un mundo que
para los chiquillos era irreal, de fantasía, poblado de duendecillos que
armaban alboroto y de donde salían objetos de arte y daba comienzo a la
construcción de las carretas pintadas. Lo que más le gustaba, era el
penetrante olor a aserrín, a madera fresca, a pintura, a metal hirviente. En el
segundo piso, los tíos simpáticos y bonachones daban vida a la madera. Ese
olorcillo a madera fresca, a aserrín desgarrado que se iba acumulando hasta
formar una suave montaña, la acompañaría por siempre.
Al lado del taller, se podía ver la fragua. El sitio, donde al compás del martillo
de Thor, se cocían y se daban forma al metal, los aros y las bocinas para dar