Revista Académica Arjé. Vol. 8. Num 1. enero-junio, 2025. Pedagogía | Educación Técnica | Tecnología.

Universidad Técnica Nacional, Costa Rica.

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Sección: Huellas Talentosas

La maestra de Platanillo


Ana María Méndez Arias

amen1844@gmail.com


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Capítulo I


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Con título de Bachiller en Ciencias y Letras y orgullosa del peldaño alcanzado, mi mente revoloteaba:

—¿Qué profesión lograría? ¿Microbióloga?... ¿Enfermera?... ¿Monja, quizá?

¡Qué bellos sueños de juventud!

Despierta, joven, pues tus padres han manifestado que hasta aquí ellos han aportado; de ahora en adelante, la escalera la debes subir por ti misma.

¡Qué tiempos aquellos! No había ayuda de nadie. La condición socioeconómica no contaba con enlaces ni con amistades que pudieran intervenir.

De nuevo resonaban aquellas palabras: “Subir por mí misma.” Adelante, toca puertas, recorre caminos… algo llegará.

El tiempo castiga, gasta días, pasa hojas, no se detiene. Hay prisa.

Mis padres y mis hermanos necesitan un aporte, algo más para alivianar los gastos familiares.

Quiero superarme y ayudar. Nada fácil para una adolescente con un título de Bachiller debajo del brazo.

Has ganado el examen de la UCR, pero… las puertas que facilitan mancomunar trabajo con estudio están cerradas.

Bien, a escuchar oportunidades. Que venga lo que tenga que venir.

Asistí a un remate de plazas para maestros en zonas rurales, muy alejadas del Valle Central, especialmente, para aquellos que todavía no tenían el título en Enseñanza Formal.

Ahí escuché:

—Valle La Estrella: dos plazas.

—Barco Quebrado: una plaza.

—Río Negro:dos plazas.

¿Cuántos nombres más —y qué extraños para mí— escuchaba en ese recinto donde un hombre leía una lista de nombres y lugares que solo él conocía?

—¡Yo! ¡A mí!... Apúnteme en esa, también en esa.

Esas eran las exclamaciones de tantos otros jóvenes ahí reunidos, quienes quizá también escucharon aquellas palabras:

“De ahora en adelante, lucha por ti mismo, solo.”

En aquel salón, todos luchábamos por abrirnos camino. Estábamos a un mismo nivel. Mal de muchos, consuelo de tontos —dirían mis abuelos—.

—¡Platanillo de Nicoya!

—Yo… yo… ¡yo la quiero!

—Pero muchacha, ese lugar está muy lejos, no es para una mujer.

—No importa.

—Pero muchacha, está en una montaña y se llega solamente por un trillo, a pie o a caballo.

—No importa.

—Pero muchacha… pero muchacha...

¡Cuánto tiempo persuadiendo a una joven deseosa de un trabajo! Por más que aquel hombre quiso convencerla, no fue posible.

La bachiller de diecisiete años, la que galanteaba en el parque central de Alajuela los domingos y días de retreta, la que vendía en tiendas del mercado los domingos y vacaciones, estaba decidida.

!Ahora y ya!, que hay prisa.

Don Jesús, el dueño de la tienda del mercado donde hacía trabajos en vacaciones, me dio fiado la valija, la ropa para cama y algunas prendas personales, más un dinero para viajar y sufragar los gastos hasta que recibiera pago.

El monto de la deuda llegó a 125.

Fue mi primer crédito, y recordé las palabras de mi abuelito Bartolo: “Lo que se debe, debe pagarse.”

A esa edad me inicié en organizar mis finanzas. Base fundamental para subir peldaños.

Llegó el día de irme. Mamá lloraba. Mis hermanos, con interrogantes y un abrazo, me despedían.

Había llegado el momento de iniciar una nueva etapa de la vida. A las 4 a.m., en el aeropuerto La Sabana —decía el boleto de avión—: ¡avión!

Siempre hay una primera vez.

!¡Hacía frío! Mitigaba ese tiritar un suéter cuello tortuga, manga larga, propiedad de mi hermana mayor y obsequiado por su novio de ese entonces.

Bajo aquel suéter iba la joven que rompió todo esquema cultural, moral, religioso, social, familiar… de la época.

Irse una muchacha lejos de la casa, sola, a un lugar desconocido, con apenas diecisiete años… mmm.

Ahora que soy madre, comprendo aquellas lágrimas que rodaron por los rostros de mis padres y aquellos sollozos que salían desde muy adentro.

Donde quiera que Dios los tenga, gracias, muchas gracias por no detenerme, por decirme con ese llanto que podía y tenía que forjar mi camino, que abandonar el nido significa que estamos preparados.

Gracias por darme las bases para iniciar ese camino y fortalecer los valores sembrados.


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Capítulo II. El suéter cuello tortuga


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¡Qué maravillas ha puesto Dios ante los ojos de esta chiquilla!

¡Qué amanecer! Será un día que nace, como nacen también las ilusiones, las curiosidades, las esperanzas, las dudas… todo eso que guardo en esta valija que llevo.

Desde lo alto, bien sentada y asegurada dentro del avión, veía allá abajo aquel río que semejaba una serpiente devorando la bella naturaleza nuestra.

Más allá blancos y brillantes sobresalían entre los árboles: son techos que abrigan a mis hermanos ticos.

De pronto… un cerrar de ojos, un encoger de cuerpo, un apretón a mi suéter cuello tortuga. Y cómo no, si el avión ha dado un sobresalto. Siento que voy a caer sobre los puntitos blancos… o en los brazos de esa serpiente.

Aquel tiempo transcurrido en ese gorrioncillo de acero lo borró mi mente. Quizá porque las cosas bellas divisadas desde mi ventana le ganaron al tic-tac de las manecillas del reloj… o porque la expectativa de lo que me esperaba lo esfumó.

Mis pies pisaban Nicoya por primera vez. Ese pueblo fue el primero de tantos que vinieron después.

Mis deudas —digo, mi valija con todo su contenido— reposaría en la oficina de la

compañía de aviación que me trasladó.

Mi suéter cuello tortuga, de lana, seguía cobijando mi cuerpo, mitigando el frío de la madrugada que todavía se aferraba a mí.

Sentada en un poyo del parque, no era indiferente a todo lo que transcurría a mi alrededor: mujeres, niños, hombres que van y vienen, mostrando su piel oscura, su pelo lacio, su corta estatura, y la mayoría, sus pies descalzos.

¡Uh! Mi suéter cuello tortuga…

¡Es necesario doblar las mangas!

¡Qué pronto los rayos del sol calientan más y más! La gente pasa y posa en mí una mirada extraña.

¿Será por mi suéter rosado de lana, cuello tortuga?

Se inicia un listado de aprendizajes: del poyo, a la sombra de un árbol.

Mi suéter cuello tortuga ha salido de mi cuerpo. Aquel calor inclemente no la necesitaba. Su misión había terminado.

En ese lugar no sabían de suéter de lana, cuello tortuga.

Ahora quien acaricia con fuerza mi cuerpo es el calor del sol, tan aferrado a mí como lo fue mi suéter.

La pobre fue a parar a la valija… y luego, al olvido total. Bueno, ella ha sido la protagonista de este capítulo.

Comprendí muy bien aquella mirada extraña y aquella piel oscura de todas las personas que pasaron cerca de mí.

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Capítulo III. La cazadora


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—Señor, ¿podría decirme dónde puedo tomar un taxi?

—¿Taxi? Eso no hay aquí.

—¿Podría entonces decirme a qué hora sale el bus para Hojancha?

—Esa cazadora demora bastante todavía. La salida es a las 12 m. Tómela por allá. Por allá... sí, por allá.

Mientras tanto, las empolvadas calles, el calor, el sudor, la sed, fueron mi compañía para matar el tiempo, mientras iba “por allá”.

El cansancio, el peso de la maleta, el polvoriento y abrupto camino, el desconocimiento del punto exacto, atrasaron la llegada al “por allá”.

Dentro de la cazadora podía ver sacos repletos de comestibles, gallinas con todo su plumaje, cajas con ilusiones para su familia, implementos para caballos y más. Todos teníamos que caber en esa cazadora. No hubo asiento para mí. Manos a la varilla y cuerpo todo va para allá, va para acá. Asirse fuerte: esa era la regla si querías llegar sano y salvo a tu destino.

La cazadora comía camino. Polvo, mucho polvo y calor se metían por los orificios que una vez cumplieron la misión de ventanas con vidrios. Se sumaban a todo eso los fuertes olores —incluyendo el mío—, más todo aquello que apretaba ahí dentro.

Chocitas con sombrero de paja, dispersas y colocadas a la orilla del camino. Mis

ojos dejaron de parpadear unos instantes. Siempre hay una primera vez. En cada chocita se esperaba un socollón de la cazadora: cajas, sacos y algo más bajaban de nuestro medio de transporte y eran recibidos por niños desnudos y una mujer rebosante de alegría. ¡Qué estampa aquella! Mi mente se niega a borrarla.

¿O está atorada de tanto polvo o cansada de tanto peso? Lo cierto es que se escucha el pus… plus… plus… y… detenida por un rato.

Risas… sí, risas cerca de mí. Dos muchachos también asidos a la varilla. Busco sus rostros. Son dos “cartagos”, como nos dicen en Guanacaste a los del Valle Central. Así, en esa posición, en ese sitio, en ese lugar desconocido, iniciamos: Fernando, Sergio y yo, una linda amistad. También ellos iban con la misión de trabajar como maestros.

Sólo nuestra presentación e interrogaciones se escuchaban ahí dentro; el resto eran rostros oscuros, sudores abundantes, sombreros, y la ilusión de que esa cazadora arrancara de nuevo para llegar con todas las compras a ser recibidas por niños desnudos y una esposa feliz.

¡Hojancha al fin! Bastante tiempo en llegar. Es necesario buscar la escuela, y ya en

ella una amable maestra nos recibió.

Dadas algunas indicaciones del lugar donde debíamos trabajar y las funciones y obligaciones que debíamos tener, me dejaron —a mí y a los nuevos amigos— más confundidos todavía. Pero bueno, a eso iba.

Ahí me otorgaron el título de MAESTRA DE PLATANILLO. Eso iba en la bolsa de cartón, con maniguetas, que me dieron. Adentro sólo tenía: un sello de la Junta de Educación y una libreta de registro donde anotaría la lista de los alumnos.

Mis manos esculcaban, mis ojos revisaban, pero nada... allí dentro de esa sencilla bolsa no había nada más. Y con sólo esa pobre bolsa… ya era maestra.

La maleta va arrastrada por una mano; la otra, ocupada en coger fuerte aquella humilde bolsa. Si la perdía, perdería el título que me acababan de dar.

El recóndito Platanillo no quedaba por ahí. De nuevo a buscar alojamiento, ahora en Hojancha.

Pasar la noche, y al día siguiente, abordar de nuevo aquella cazadora, porque solamente una vez al día hacía servicio. Me pareció bien. Era mejor que aquel aparato descansara.

La maestra de Platanillo regresaba a Nicoya en la cazadora, pero con dos amigos más, muchas cosas nuevas aprendidas y una bolsa de papel llena de responsabilidades.


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Capítulo IV. El camión


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Estática, a la sombra de un árbol en el parque de Nicoya, aferrada a mi valija y a la bolsa de manigueta, preguntaba a cuanto pasaba a mi lado sobre cómo llegar a Platanillo.

—No conozco ese lugar —era la respuesta una y otra vez.

—¿Está segura de que ese es el nombre?

—Sí, señor. Así dice mi bolsa de cartón. Alguien me dijo:

—Señorita, he oído de ese lugar.

Pronto trajo noticias aquel buen hombre que adivinó mi angustia:

—Debe irse en un camión que va..., pero hoy ya se fue. Tendrá que esperar hasta mañana.

Bueno, a buscar de nuevo alojamiento. Las monedas que don Jesús me había prestado ya no eran tan abundantes en mi monedero.

Al día siguiente, orientada del lugar exacto donde tomaría el camión, y sentada sobre mi valija de cuero duro, esperé dos horas bajo el inclemente sol de marzo.

—No importa. Hoy ese camión no se irá sin mí.

Siento que mi piel se está volviendo oscura y que pronto me confundiré con los que pasan a mi lado.

Al fin llegó el medio de transporte en el que viajaría.

¡Sorpresa! Es un camión. Oigo una voz que me dice:

—Muchacha, yo le ayudo a subir.

De nuevo mis ojos no parpadearon por un instante. Sentada sobre un escaño en el cajón del camión, con mi valija debajo y mi bolsa de papel en la mano, sentía la mirada de los hombres sentados en el escaño de enfrente. Practicaban el silencio. No era necesario que preguntaran algo. Mi apariencia y mi valija decían que yo era Cartaga, y que de seguro iba de maestra para uno de esos lugares, camino adentro, que la montaña cobija.

—¿Está todo bien aquí atrás?

Aquel hombre, bajito, de gorra, pero con sólo un brazo, sería el que manejaría el camión, camino adentro. De seguro las oraciones que mi madre estaría haciendo eran escuchadas por Dios.

Comenzó a acompañarme lo mismo desde que llegué: polvo, calor, sudor. Con valores de responsabilidad y perseverancia, me aferré al escaño y el viaje se inició.

Los movimientos de aquel camión eran semejantes a los de la cazadora. Nada nuevo para mí (hasta entonces). De pronto... quedé en los regazos de uno de tantos. El camión tenía la trompa viendo al cielo. Allí no había varilla para asirme. Quería reír, pero ellos seguían practicando el silencio.

Me incorporé, tomé precauciones, miré hacia el camino y… ahora el camión clavaba la trompa en la profundidad de la tierra. Parte de la cabina se adhería a mi cara, o mejor dicho, mi cara a ella.

La joven de La Agonía de Alajuela parecía un saco de papas en el cajón de ese camión. La valija bailó el resto del viaje. El trayecto consistió en eso: trompa al cielo, trompa al suelo.

¿Cómo me hubiera gustado saber qué pensaban de mí los compañeros del cajón? Llegamos a Maquenco.

—Señorita, usted debe quedarse aquí.

En ese camión nadie preguntaba nada, nadie hablaba, pero todos sabían todo, hasta el chofer manco.

—¿En cuál rincón estará mi valija?

Amablemente el chofer me ayudó a bajar, junto con mis pertenencias.

El camión se perdió en el serpenteo del camino. Su figura se hizo cada vez más

difusa; el polvazal la ahogó. Yo quedé donde La Marcela.


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Capítulo V. El guacal


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—¡Buenas tardes! Yo soy…

—Sí, sí, la maestra de Platanillo. (Todos saben todo).

A esas horas, el calor seguía fuerte. Marzo arde en Guanacaste, no importa la hora. Todavía Platanillo no aparecía.

Llegó la noche. Tuve por cama unos sacos de arroz en granza, allá en la troje. Las ropas de cama que don Jesús me había fiado no funcionaron. Aquellas granzas jincaron mi cuerpo toda la noche. Una carbura me prestó su luz para que, tomando papel y lápiz, escribiera la primera carta a mis padres. Las palabras con que inicié aquella misiva nunca las he olvidado. Decían así:

“Aquí, desde Maquenco, teniendo por cama unos sacos con granza de arroz y en la mano una carbura…”

¡Cómo lloró mi madre cuando, un mes después, leía entre sus manos aquella carta!

Con los primeros rayos del sol, me levantaba. Ese día sería definitivo para llegar a Platanillo.

—Maestra, tome este guacal, vaya por ese trillo. Al final encontrará dónde bañarse.

Estas fueron las indicaciones que doña Marcela me dio.

Paño bajo el brazo, jabón, pasta de dientes, ropa, guacal en mano, pasos lentos por ese trillo.

¿El final? El final...

No veo baño.

Entre aquel bosque seco, muy seco, se acomodaban piedras de todo tamaño, deseosas de que la lluvia llegara pronto.

Baño… baño… no, no veo.

Olvidé el nombre de esta cosa cóncava que tengo en la mano.

¿Para qué será?

—Doña Marcela, no encontré el baño.

—Regrese allá, y entre las piedras encontrará un pocito de agua. Va de nuevo.

Ajá… el pocito.

¿Al aire libre?

¿Quitarme la ropa a la intemperie? Quizá no entendí.

Regresé de nuevo para preguntar, y doña Marcela envió a una muchachita para que me explicara.

Por aquel trillo, entre piedras, encontró el pocito, se quitó la ropa, y así, a la mirada de animalitos o de cuanto pasara por ahí, sacó agua con el guacal una vez, la vació sobre su cuerpo, esperó a que el pocito llenara de nuevo, sacó agua otra vez, repitió eso hasta sentirse bañada.

Yo estaba de espectadora.

Pero ahora, con la lección aprendida, aquel guacal regaría agua sobre mi cuerpo.

Y mejor a ojos cerrados, para no ser consciente de que estoy desnuda en medio de la nada.

Siempre hay una primera vez.

De ahí en adelante, un guacal estuvo siempre en mis manos para muchas cosas: tomar agua, tomar chicha, tomar chichime, tapar un vaso, ventear frijoles, ventear arroz, apaciguar el calor del sol sobre mi cabeza y, por supuesto, para bañarme todos los días.


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Capítulo VI. Rosillo


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—¡Maestra!... llegó bestia.

Eso me decía que pronto iniciaría el camino hacia Platanillo.

Allá afuera, un hombre sostenía con fuerza entre sus manos un mecate que mantenía quieto al caballo.

Erguida su cabeza y su cuerpo inmóvil, aquel cuadrúpedo esperaba tener sobre sus lomos a una joven ansiosa por iniciar lo que se suponía sería su último trayecto.

Nadie se atrevía a ayudarme a montar. Era la maestra, y sería una falta de respeto tocarme.

¿Cómo subir? Caballos solamente había visto de lejos, y pocos. Jamás monté alguno.

Un intento… y nada.

Otro… y quedé como alforja.

Uno más… y pasé hasta el otro lado.

Aquel caballo no se movía, esperaba paciente.

Su misión era llevar a la maestra, no importaba la hora.

El hombre que sostenía el caballo, con su rostro oscuro y su gesto serio, practicaba también el silencio, pero de seguro la carcajada estaba muy dentro de él.

Yo era cartaga.

Ni modo: hubo que traer un banco. Eso sí funcionó.

Mis manos se posaron sobre el jinetillo, el joven soltó su mano, y yo… que el caballo me llevara.

En otra bestia iba mi valija de cuero, protegiendo mi bolsa de papel.

Muy pronto aquel joven adivinó que la maestra de Platanillo no sabía nada, absolutamente nada, de caballos.

—¡Señor! ¡Señor! El caballo se puso a comer.

—¡Señor! ¡Señor! El caballo quiere agua.

—¡Señor! Me estorban estas cosas que cuelgan a los lados.

—¡Señor! El mecate se salió por la cabeza del caballo. Rosillo hizo de mí lo que le dio la gana.

Creo que él también guardaba una carcajada dentro de sí.

No supe si aquel hombre era mudo, si tenía votos de silencio, o si se ahogaba de cólera por jalarme.

Lo cierto es que en las tres horas que duró el trayecto, no le escuché una sola palabra. Siempre resolvió mis brutalidades con la boca cerrada.

Nunca más supe de él.

Pienso que él nunca quiso saber de mí.

Comenzaron a resonar en mí aquellas palabras que un día quisieron convencerme para que no aceptara ese lugar para trabajar:

“Es un trillo montaña adentro”. Lo estaba comprobando.

Miles de sonidos salían de aquella naturaleza que me rodeaba: algunos desde los árboles, otros entre las hojas secas del suelo, también de las ramas y troncos.

El trillo montaña adentro tenía subidas y bajadas que se parecían a las que el camión recorrió.

Por lo tanto, cuando el caballo iba cuesta arriba… maestra en las ancas del caballo. Si Rosillo iba cuesta abajo… maestra en el pescuezo, con la crin entre las manos.

Ahora yo era de nuevo un saco de papas sobre una albarda.

Absorta, posaba la mirada un rato al bosque, un rato a Rosillo, un rato al suelo, y otro rato a mis posaderas, que no sabían qué posición tomar.

De suerte, Rosillo era tan manso, tan tranquilo, que nunca le dio por aligerar el paso. Se adivina lo que hubiera pasado.

No había chocitas a la vera del trillo. La montaña las escondía en sus entrañas. No vi a nadie, pero todo el pueblo sabía que ahí iba la maestra.

Se lo dije: todos saben todo.

Hasta Rosillo sabía muy bien cuál debía ser el destino final, porque de pronto dejó

atrás el trillo principal, se metió a otro entre tacotales, y paró frente a un ranchito. Al ranchito que me daría posada.

Rosillo se quitaba de encima a la primera mujer maestra que llegaba a ese pueblo.

Mi cuerpo estaba encarnado en los lomos de Rosillo, por lo que bajarme sería otra odisea.

Lo hice como primero se me vino a la mente y… allá quedé.


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Capítulo VII. El ranchito y los suyos


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Muy amable, al estilo guanacasteco, salió una joven madre con un niño desnudo sobre su brazo. Me ofrecía agua fresca en un guacal.

Pocos pasos pude dar desde que Rosillo se deshizo de mí. Allá, debajo de un árbol, solo quería descansar.

Un rato después fui pasando la mirada, poco a poco, sobre aquel ranchito con sombrero de paja, troncos abrazados entre sí, atajando el viento y manteniendo en secreto todo lo que ahí dentro pasaba.

No veo puertas ni ventanas, no veo mesa, no veo bancos; la oscuridad de allá adentro no me permite ver con claridad lo que escondido está.

—Señora, necesito un servicio sanitario.

—¿Qué es eso?

—Bueno, escusado.

—No, aquí no hay. Debe ir por cualquier lugar, esconderse y así, así no más. Desocuparme era algo urgente, y sería así no más… por allá.

De pronto… ¡corra! ¡Saque fuerzas!

—¡Señora! ¡Señora! Me salieron los chanchos de monte. Unos venían por arriba, otros por abajo.

—Maestra, aquí no hay chanchos de monte.

—Sí, sí, los oí. ¡Creo que eran muchos!

—Espere a que llegue mi esposo —me dijo aquella buena mujer. Llegó Jacinto, cansado y todo sudado, pero muy amable.

Tomamos tacotal adentro hasta convencerse de que yo había escuchado los chanchos de monte.

Al poco rato, se escuchó un sonido ronco, fuerte como un trueno, y…

—Ese, ese señor…

—Maestra, esos son los congos.

Así conocí esa variedad de monos tan abundantes en esa zona. “Para todo hay siempre una primera vez.”

Mi cuerpo no pedía comida, ansiaba descansar. En una canoa para chicha.

Sí, una canoa para chicha fue la cama que me asignaron para dormir. Era lo mejor que me podían ofrecer.

Estar en aquella canoa daba la sensación de estar dentro de un ataúd (aunque nunca he estado en uno).

De mi boca salieron risas. La famosa ropa para cama tampoco tenía utilidad ahí.

El ranchito era de una sola pieza, sin divisiones, sin puertas de cerrar, con troncos verticales abrazaditos y amarraditos con bejucos sirviendo de paredes exteriores.

En ello me daban hospedaje los miembros que ahí habitaban: Carmen, Jacinto, doña Panchita, don Sabino, Nemesio, Damiana y dos niños muy pequeños.

Este sería mi nuevo hogar.

Un tinamaste servía para cocer los escuetos alimentos.

Tinajas repletas con agua, tapadas con guacales, eran los únicos utensilios sobre aquel moledero de madera rústica.

Piso de tierra.

Tablas sobre troncos y un tronco horizontal servían de mesa y asiento para reunir a los moradores a comer.

Custodiaban la choza —y mitigaban hambres— unas ricas papayas, unas jugosas naranjas, unos cuadrados o unos apetitosos mangos.

Chanchos, gallinas, gatos y perros merodeaban todo el día, esperando que de aquella cocina saliera algo de comida para ellos.

El trillo por donde tantas veces al día Damiana recorría para traer agua o lavar ropa semejaba caminito de hormigas.

Esa muchachita era experta en mantener sobre su cabeza la tinaja repleta de agua.

Ese mismo caminito recorría yo todas las mañanas para darme el baño en el pocito, con mi ya acostumbrado guacal.

¡Qué simple! ¡Qué humilde ranchito!

Pero un corazón grande, tenían todos los moradores.

¡Cuánta amabilidad y cuánta hospitalidad la de aquella gente! Pronto me sentí parte de ellos.

Llegada la noche, la luz de la carbura se dejaba escapar por entre las hendijas de los tronquitos abrazaditos, entrelazados, dejando al descubierto una imagen digna de ser plasmada en un lienzo.

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Capítulo VIII. Platanillo; la escuelita y yo


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Paso lento. La mañana prometía calor. La colina escondía en su cumbre una sorpresa para mí.

Sí. En ella me esperaban cuatro horcones y un techo de paja que la montaña obsequió, y ella también ayudó a la elaboración de pupitres, que dejaban ver el sudor de los hombres deseosos de que la escuelita se diferenciara del resto de las chozas.

De pie, respirando el olor de la montaña que rodeaba la escuelita, mis ojos se posaron sobre el horizonte, dejando a mi vista la inmensidad del mar, allá a lo lejos.

Sí, en aquella llamada escuela debía trabajar y reunir los 125 que le debía a don Jesús.

Por un caminito se llegaba al único, sí, al único escusado que existía en aquello que se llamaba pueblo, o caserío. En verdad, tampoco tengo vocablo calificativo para él, pues todo estaba escondido entre bosques y pequeños repastos. Lo cierto es que también ese detalle del escusado hacía diferencia con el resto.

—¡Buenos días, maestra! ¡Buenos días, maestra!

Descalzos, con sombrero la mayoría, su piel oscura y un único cuaderno bajo el brazo, fueron entrando los niños, dibujando en su cara una sonrisa. Sus ojos repetían un aquí estoy, quiero aprender.

La bolsa de papel, el cuaderno para anotar, se fue llenando de nombres: William, Maximiliano, Cipriano, Catalina, José, Florentino, Manuel, Nieves… hasta llegar a cuarenta. Aquella libreta cumplía ya su cometido.

Tanta colina, tanto bosque no permitían un centro de pueblo.

El trillo principal extendía ramificaciones; cada una llegaba a una chocita humilde y

con varios niños desnudos y panzoncitos.

Si se necesitaba comprar algo, por más simple que fuera, se hacía necesario viajar a Maquenco, a caballo o a pie.

Ese era Platanillo.

Y yo era la maestra.

Mis conocimientos pedagógicos eran deficientes, por lo que me matriculé en el

I.F.P.M. (Universidad a Distancia para maestros en servicio).

Los maestros de Maquenco me servían para resolver toda inquietud. Ahí viajaba cada vez que era necesario. Quedaba distante de Platanillo.

El calendario comía días. De la chocita a la escuela.

Un plato con arroz, frijoles, cuadrado y tortilla se repetía mañana y tarde, de lunes a domingo.

Tres meses después llegó el salario: 500 por mes.

De eso, 250 los enviaba a mis padres y el resto… a saberlo administrar para que alcanzara para los gastos en hospedaje y asuntos personales.

El sonido ronco y gutural de los congos, el pocito y guacal para bañarme, el cuadrado, los frijoles, el arroz y la payastona fueron abrazándome en la rutina diaria hasta sentirme una más de ahí.

Fui incorporándome a las labores del campo: siembra de arroz y maíz con espeque, tapa de frijoles, ventear frijoles o arroz, y en las noches despejadas, a camaronear en la quebradita más cercana, metiendo las manos debajo de las

piedras aunque me mordieran.

Penetrar las entrañas de la montaña, a través de cada trillito me ayudó a

identificarme con el hogar de cada niño anotado en aquella libreta.

¡Cuánto ignoraba la muchachita de Alajuela sobre lo que era y cómo se vivía en lugares alejados del centro del país!

Me sentía feliz.


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Capítulo IX. Aventuras


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Los sonidos del silencio, los paisajes dibujados por la luna, la gama de colores en un atardecer, el amanecer del día, el aroma regalado por la naturaleza, el sonido de la lluvia al caer sobre la paja, el viento veraniego acariciando mi cara y haciendo

bailar las plantas... Todo eso me fue enamorando, y fue así como se fue despertando en mí el gusanillo de aventurera, deseosa de ampliar horizontes y conocer más y más sobre la idiosincrasia de esos pueblos alejados del Valle Central, pero muy nuestros.

Ya sabía que la cincha del caballo debía quedar apretada, la grupera en su lugar, los estribos acondicionados a los pies, y no necesitaba banco para montar el caballo que se hizo mi medio de transporte indispensable. Lo mismo era estar a las nueve de la noche en Terciopelo, que al atardecer en Sámara o al amanecer en Puerto Carrillo. Buena jinete nunca fui, pero para acompañarme en las aventuras, el caballo siempre estuvo ahí.

El baile peseteado al son de una marimba, en cada turno de escuelitas tan recónditas como la mía, me ayudaba a desahogar esa fuerza interior por bailar. No entendía la pieza que la marimba estaba tocando, pero el cuerpo se movía a un son.

En esos bailes, cada hombre que quisiera bailar debía pagar una peseta, que le daba derecho a pieza y media, ocasión que aprovechaban algunos para solicitar “la colita”; así se complacía a todos (que no eran muchos). Los caballos esperaban pacientes a su jinete, amarrados a cualquier tronco que hubiera.

Aquellos hombres, muy acicalados para el momento, mostraron siempre mucho

respeto hacia mí. Yo era la maestra de Platanillo. (Todos saben todo). El regreso, después de buen rato, no tenía hora. Si eran las once, bien; como podía ser la madrugada. El caballo esperaba sin queja alguna y dispuesto a llevarme al próximo lugar donde el son de la marimba alegrara el alma.

Aquellos turnos, aquellos bailes en uno, otro y otro lugar hicieron que el verano pasara pronto.

Y llegó el invierno, tan fuerte como el verano. Con él, el polvo se convirtió en barro. El bosque amplió su follaje. La fauna trajo nuevas maravillas. Los riachuelos ahogaron los pocitos. La creación entera era un canto a la vida. Las botas pasaron a ser inseparables compañeras para las andanzas y nuevas experiencias.

Un día, camino a Nicoya, al pasar un barreal bastante grande, el caballo quedó inmóvil con lodo hasta la panza. Todo alrededor era despoblado. Estaba en medio de la nada. Era yo, más yo, y la bestia. Resolvía el problema o moría esperando auxilio de alguien. ¡Qué soledad! Las horas, en esas circunstancias, se hacen eternas. De nuevo, las oraciones de mi madre eran escuchadas.

Toda estación traía sus dificultades. La del invierno era fuerte, como fuerte me hicieron todos esos pormenores. Mi vida estaba en un crisol donde cada golpe me moldeaba.

Para las aventuras también cuenta el gusto que adquirí por el chicheme, las tanelas, las rosquillas, el cotón, la chicha.

—Maestra, manda a decir Emilce que la espera… No, no era necesario decir para qué. Se adivinaba.

Con paso lento colina arriba, zigzagueando, no mirar hacia adelante… eran consejos útiles para poder vencer lo empinado de la colina cuando “de a pie” era la aventura.

Aquel buen recibimiento, con el tiempo, se hizo más cordial, más familiar. Llegando,

y Emilce poniendo guacal en mano con delicioso chicheme y ricas rosquillas y tanelas. Tan pronto terminaba con esa bebida, se llenaba nuevamente el guacal con un rico cotón y apetitoso perrerreque, o cualquier producto de maíz que aquella buena mujer había preparado con tanto cariño.

Y como todos saben todo, pronto se corrió la voz: la maestra estaría este día donde tal familia, este otro donde aquella otra. Cerca, lejos, tarde, temprano, sol o lluvia, la maestra siempre complacía la invitación.

Cuando de pasear por lugares alejados se trató, y el cansancio y el sueño llegaron, al ranchito más próximo se acercó:

—Buenas noches. Señora, soy la maestra de Platanillo. Entró la noche y deseo me dé posada, si es posible.

—Pase adelante. Desensíllese.

En tablas sobre troncos, recostadas a tronquitos por donde se colaba el aire fresco de la madrugada que hacía tiritar, ahí se pasaba la noche. Y la amabilidad era tal que alguien de la casa se encargaba del caballo mientras amanecía, para tenerlo listo, no sin antes haber preparado para la maestra una rica payastona con un cafecito acabadito de chorrear y un sabroso gallo pinto. Todo, antes de que salieran los primeros rayos de sol.

Aquella familia, desconocida para mí, y yo, desconocida para ellos, me había regalado hospitalidad. El guanacasteco es así. El maestro infunde confianza. La bestia ensillada me esperaba a la entrada del ranchito. Un agradecimiento sincero y un hasta luego.

El bosque espeso, la noche oscura, el trillo rudo y la tormenta fuerte, a veces, hicieron una y otra vez que se repitiera esa circunstancia. De cada ranchito recibí lo mejor que me podían ofrecer. Se adivinaba que lo hacían con sinceridad. Sentían orgullo de hospedar al maestro.

Cinco horas sobre el lomo de una bestia, desafiando enormes barreales, se

necesitaron para iniciar la primera salida a la casa de mis padres, en Alajuela. Vacaciones de medio período.

El invierno estaba descargando toda su fuerza. El camión con escaños, manejado por el señor manco, no hacía carrera en invierno. Aquel camino inhóspito no se lo permitía. Creo que era lo mejor.

El caballo recorrió atajos tan dificultosos como extraños, hasta llegar a Nicoya.

Aprovechar el tiempo para bailaditas aquí, y otro ratito allá. Era necesario ajustar las diversiones a la salida de lancha desde Puerto Jesús, en el Golfo de Nicoya, hasta Puntarenas. En todo eso se gastaron cuatro días.

Puerto de embarque: Puerto Jesús. Encuentro de nuevo con sacos de arroz y cajas guardando tesoros de aquella gente. Ese era el medio de transporte más factible para vender las cosechas en Puntarenas.

En la lancha había rica comida. Buscar sitio apropiado para dormir. La noche nos acogía y el ruido de la lancha abriéndose camino por ese mar nos adormecía.

Aquella lancha, uniendo gente y mercadería, iba a capacidad máxima. Una nueva ruta, una nueva aventura.

Ya en el puerto, a buscar dónde darse la bailadita antes de tomar el tren rumbo a Alajuela.

Mis padres me esperaban deseosos por escuchar tanto detalle de todo lo vivido en esos meses de ausencia.

Pocos días, muy pocos, pues las vacaciones terminan y el regreso se iniciaba. Ahora se hizo en bus. Era necesario llegar pronto a Nicoya para dar tiempo al baile de nuevo. El entusiasmo y la energía había que soltarla en el famoso “Rancho

de Nicoya”, quien fue testigo de amores de verano, amores de juventud, amores verdaderos, amores que hieren. Lindos recuerdos, grandes bailadas, noches románticas, noches fugaces.

Hubo también aventuras de baños en el mar durante la noche, con buenas compañías. Caminatas por la playa bajo la luz de las estrellas, tomaditos de la mano.

La juventud tiene tiempo para todo. Todo fue siempre alegría.

Los tropiezos, con sabiduría, tenían solución… aunque no fuera exactamente la mejor.

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Capítulo X. La maestra multifuncional


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La montaña escuchó el toc-toc de un martillo golpeando un clavo, el ras-ras de un serrucho hiriendo la madera. Sí, mis manos se esforzaban para ponerle paredes,

ventanas y hacer boquetes para puertas a la escuelita. Tan empírica en pedagogía como en construcción. Sin embargo, nunca vi derrumbarse nada de lo que pegué. Era importante aprovechar el tiempo libre en todo lo que fuera para bien de todo el pueblo que tan amable se manifestaba conmigo. Con pasos lentos pero firmes, se terminó lo empezado.

La noche estaba oscura. A lo lejos, una luz de carbura anuncia que alguien se acerca.

–Maestra, Goya está por parir, ella quiere que usted la asista.

–Pero Lito, yo… ¡Ánimo, maestra! Entre los dos.

Otra vez empírica, pero esta vez sí era demasiado empírica.

Ahora era una carbura con dos personas, una con el corazón a ritmo acelerado.

¡Traer al mundo una criaturita! ¡Por Dios!

La maestra de Platanillo temblaba más que aquella mujer en labor de parto.

¿Cómo? No sé. ¡Pero experimenté por primera vez cortar un cordón umbilical y tener en mis manos un nuevo ser! Sentía que había llegado a demasiado, pero Goya y Lito quedaron satisfechos. Yo, con muchas interrogantes y la promesa de no repetir nunca más un suceso así. Fue un varoncito, lo llamarían Manuel, el número cinco de aquella familia que vivía entre horcones y dos medias paredes de troncos.

Sobre tablas y tapando el viento con trapos que dejaban ver su antigüedad, quedó Goya acurrucando a Manuel. Adolorida, agotada, pero sabiendo que ese no sería su último parto.

—Maestra, ¿cuántos nudos me quedan? ¿De dónde saco esa respuesta? Lito sonrió.

Debía cumplir mis obligaciones como maestra para luego, en las tardes, asistir a Goya y su familia. Ella se sentía delicada. Preparar los alimentos: arroz, frijoles,

cuadrado. Asear a Goya, al recién nacido y al resto de la familia. Matar un pollo de vez en cuando para darles sustancia a la convaleciente. Lito salía a labores de campo. Y con apenas nueve años, Marielos, con canasta de ropa sucia sobre su cabeza y guacal en mano, recorría el caminito hacia la quebradita. La ropa debía lavarse. Gerardo recogería leña, daría de comer a los cerdos y gallinas. Milo y yo

asearíamos el ranchito. Formábamos un equipo de trabajo, tarde a tarde, hasta que Goya pudo incorporarse.

Pasaba el tiempo y a Manuel no se le veía un desarrollo satisfactorio, eso apreciaba yo, que tampoco sabía lo necesario.

El calendario pasó meses y, en una noche oscura, alumbrada por intermitente tormenta y bajo una inclemente lluvia, se vio de nuevo por aquel trillito, acercarse una carbura. Era avanzada la noche.

—Maestra, el niño está grave. Goya pide que usted lo asista a morir.

Aquella vez mi epíteto fue “partera”. ¿Qué calificativo para esta ocasión?

Además de aceleradas mis palpitaciones, el corazón iba herido. El cuadro de aquella madre con su hijo moribundo en brazos hizo saltar lágrimas: aquella noche y hoy que escribo lo vivido.

—Maestra, tómelo en sus regazos.

No sabía qué hacer. La madre y el padre sostenían una candela a nuestro lado.

Con esa luz se apreciaba el abrir y cerrar de boca que Manuel daba, cada vez más pausado, mientras sus ojitos se iban cerrando. En Lito y Goya, las lágrimas rodaron por sus mejillas. Muy dentro de ellos se ahogaba el grito de dolor que no dejaron escapar. Sentí desilusión, el único niño que ayudé a traer al mundo no sobrevivió.

El dolor que Lito y Goya apretaron en su pecho aquella noche lo comprendí mejor cuando fui madre.

Muy pronto, el padre buscó madera, clavos y serrucho. La cajita rústica estuvo lista. La noticia recorrió la montaña y hombres y mujeres, sin demora, llegaron. Unos, guitarra en mano. Aquellas, con lo simple en comida que su ranchito podía aportar.

Canciones, payasadas, café, y la noche acogió en aquel humilde ranchito a la comunidad entera, solidarizándose hoy con estos, mañana con el que le corresponda.

En un pueblo así, todos son uno. La noche pasó y el día llegó. El ataúd sobre una bestia, sostenido por las manos de su padre. Lo acompañaban dos caballos más. Manuel dejaba lo que fue su hogar por poco tiempo. Goya y el resto de las personas que los acompañó, veíamos alejarse poco a poco aquel cortejo hacia un lugar distante. Platanillo no tenía cementerio.

La montaña escondía, cerca de un río, a un lindo matrimonio joven que recibía en su hogar a su primer hijo.

—Maestra, Nieves y yo queremos que usted nos lleve el niño a bautizar.

Meses después, tres bestias se adentraban por el espeso bosque. Era un sendero nuevo para mí. Sería necesario recorrer un largo trayecto hasta llegar a Hojancha. Dos días fueron necesarios para que Porfirio quedara bautizado. Esa responsabilidad me amarra a Platanillo hasta el día de hoy.

—Maestra, manda decir Doña Candelaria que tal día celebra La Santísima Trinidad y desea que usted le rece el rosario.

De nuevo, la maestra, acompañada por los congos, los pajaritos y cuanto animalito habitara en esos bosques, acudía a la invitación y al compromiso adquirido,

alumbrada por una carbura cuando de noche se trataba. El chicheme me esperaba, la gente sabía mi inclinación por esa bebida; además, el rico cerdo, gallina y cada cual se esmeraba por dar lo mejor según las posibilidades económicas.

Al final, las manos de los asistentes guardaban en un envoltorio de hojas de plátano todo lo que la anfitriona les daba. Se decía que así sería compensado por Dios.

La maestra, además de estómago lleno, también llevaba su ración. Me convertí en la rezadora oficial de aquel lugar. Mi aprendizaje sobre la idiosincrasia de esos pueblos fue enriqueciéndose.

Preparativos para el turno en Platanillo.

Don Cipriano, presidente del Patronato Escolar, con su don de servicio y el entusiasmo por recolectar fondos para mejoras de la escuela, movía piezas para que todo saliera bien en el turno por celebrarse.

Llegó el día. El humo del fogón desde aquella colina anunciaba que las ricas comidas los esperaban.

Los caballos y jinetes hacían de aquel acontecimiento la oportunidad de reunir hombres, mujeres y niños.

Llegó la noche y, con ella, el sonido de la marimba invitando al baile peseteado. La maestra, ratos dirigiendo, ratos en escapadita a bailar. Era nuestro turno, nuestra escuelita.

De pronto, en la espesura de la noche, se escucha el rechinar de machetes entre sí. No todo estaba bien. Refugiarme debajo del fogón, esa fue mi decisión. No sabía bien lo que pasaba y aquella oscuridad no daba ni para saber por dónde era el

suceso. Mujeres y niños buscaban dónde ocultarse. Lino y Demetrio, con unos tragos de más, se batían a duelo. ¿Qué pasa?

—Pelean el amor por la maestra. (Todos saben todo), menos yo. Lino, muy herido, pide que la maestra lo cure. Ignorante en eso, allá voy. La sangre salía por varias

partes. Una herida profunda en la espalda deja ver más de la cuenta. Heridas en brazo, mano, cara. ¿Cuál es menos importante?

Atenta, escucho indicaciones de las personas conocedoras, por lo menos más que yo.

—!Qué hojas de café!

—!Qué café molido!

—!Qué tal bebedizo!

Aquellas horas estaban detenidas, la hemorragia todavía no. Aquel muchacho perdía fuerza.

Con el pasar de las horas, los remedios fueron disminuyendo el sangrado. Solamente que Lino se desvanecía hasta perder el conocimiento. Y apareció la aurora. No había tiempo qué perder. Como alforja sobre albarda, así colocaron a Lino sobre el caballo. La bestia debía llevar paso lento. Diez horas tardó para llegar a un centro hospitalario y seis meses para verlo de nuevo por el pueblo.

¡Tanto por un amor que solo ellos lo sabían!

El turno dejó 50 de ganancia, dos lugareños enemigos, una maestra con conocimientos en medicina natural y una noche tormentosa.


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Capítulo XI. Vivencias y más


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Jacinto, adelante con su machete al cinto y la pala al hombro. Carmen, con su niño desnudo sobre su brazo y sobre su cabeza con un motete de ropa, la poca que tenían, caminaba detrás de su esposo. Se alejaban con rumbo al nuevo ranchito para los tres, muy lejos de ahí. Doña Panchita los despedía y yo les manifestaba mi agradecimiento por lo especiales que habían sido.

Pasé a ocupar el camón donde tantas noches Jacinto y Carmen disfrutaron de él. Yo le decía adiós a la canoa.

Don Sabino, tan entrado en años como machista. De vez en cuando alegraba el alma con aguardiente que conseguía con facilidad de un lugareño que lo fabricaba clandestinamente. Se sentía muy macho, muy “aquí mando yo”.

Doña Panchita, también entrada en años, morena, delgada, sumisa, de pelo lacio, opacada por su esposo. En su cara era frecuente la sonrisa y durante el día se le escuchaba llamar a Damiana para todo. Doña Panchita me dio todo.

Nemesio se decía sastre. En aquel pueblo, donde con suerte se cosía un pantalón cada tres meses, fue un compañero en muchas ocasiones. Tímido, respetuoso y obediente a mis ocurrentes aventuras.

Damiana, morena, descalza, con escasos trece años, llevaba el peso de las obligaciones: lavar, cocinar, jalar agua, ver animales, en fin, demasiadas cosas para su edad. Se mantenía en silencio la mayor parte del tiempo. Sus ojos dejaban escapar descontento: era nieta de Doña Panchita.

Porrazo tras porrazo sobre una piedra a la orilla del pocito. Así aprendió a lavar ropa la maestra de Platanillo. Muchas veces practicó llevar ropa sobre la cabeza, como Damián, pero nunca lo logró. Aquellos porrazos sobre la piedra tampoco aseguraron una buena lavada, pero disfrutaba hacerlo. Como también disfrutaba tener entre sus manos un mano polín y descargar su fuerza sobre el pilón; el arroz debía pilarse para poderse comer.

Llegó don Zenón. Se anticipaba todo un acontecimiento cuando de matar un cerdo se trataba. Nueva ocasión para la reunión de pobladores que, de seguro, obtendrán su ración de carne envuelta en hojas y que llevarán a sus familias.

Todos ayudan a estirar la carne y salarla para colgarla donde el sol le pegue fuerte. Servirá para muchos días y así no dejar tan solitos al arroz y los frijoles.

Con los días, al llegar de la escuela, quitarle los gusanos que fuera posible, freírla y así hacerle un nuevo acompañamiento al arroz y los frijoles. Con hambre y en un lugar remoto, se come lo que sea y como esté.

Así fue pasando el primer año de trabajo. Sin dejar de mencionar la picada que me dieron los mosquitos durante los primeros meses. Era carne nueva. Las picaduras se infectaron y a la hora de comer, sentada en aquel tronco horizontal, los pollos las confundían con granos de maíz. ¡Qué dolor! Acudir a medicina natural. Al trabajo no se podía faltar. Una recomendación fue meterlos en agua de mar.

Decidida y montada sobre Rosillo, tomé rumbo a Puerto Carrillo. Amarré la pierna más afectada con las coyundas de la albarda, quedando adherida al cuerpo del caballo. El sudor del animal empeoró mi mal. Doña Panchita puso empeño y conocimientos naturales; todo era válido. ¡Cuántos aprendizajes!

Y terminó el año escolar y llegó el inicio del segundo año.

Problemas de salud de Doña Panchita hicieron que fuera necesario buscar nuevo hospedaje.

La nueva familia quedaba más distante de la escuela. Era necesario pasar por un

bosque espeso; el trillo era más empinado. Así viajaría desde el hogar de Don Marín y Doña Antonia.

Los congos eran abundantes en el bosque. A veces eran amigables, otras no tanto, trataban de tirar sus cuitas sobre mí.

Cada tarde, de regreso, era un placer respirar aire fresco del bosque, contemplarlo y sentirlo.

Un día, un felino mostró su cuerpo posado sobre una rama y descargó su rugido. Me faltaron piernas para llegar a la casa y contar lo sucedido. Días después fue capturado.

Todo Platanillo era montaña. Contemplarlas sentada desde algún sitio se convirtió en una costumbre. Los regresos al hogar que me hospedaba me sembraron el amor por la naturaleza. ¡Qué bellos atardeceres! El sol descargaba sus colores en las colinas.

Una tarde, sentada a la orilla de una quebradita, la lectura de un libro me hizo desconectarme de todo lo que había alrededor, hasta que, de pronto, una voz ronca que venía de unos pasos más allá me hizo reaccionar.

—Maestra, vengo a decirle que ya tengo el rancho hecho para que usted se vaya a vivir conmigo.

Era Polo, un muchacho de un pueblo más alejado aún. Solamente lo había visto una vez de visita en la familia que me hospedaba, ocasión en que hubo un “buenos días”, no más.

¡Qué declaración de amor más original! ¡Qué amores más extraños le salían a la maestra de Platanillo!

Para uno de tantos bailes, camino a Jericó, tuve la sorpresa de encontrar en el camino una serpiente de gran tamaño, color oropel, cabeza triangular. Estaba tomando sol sobre un tronco. ¡Es una bocaracà! Sí, como la del cuento de Carlos Salazar Herrera.

—Maestra, una culebra se mata dándole fuerte, muy fuerte sobre el lomo, con un palo

grueso, y de seguido darle a la cabeza. Consejo recibido de Lito y que había aplicado en pocas ocasiones contra terciopelos o cascabeles. Esta es una bocaracá.

Sigilosamente pasé lo menos cerca posible. Mejor no despertarla.

El nuevo año de trabajo ampliaba conocimientos a nuevos lugares donde poder bailar. Cinco horas a caballo para llegar a La Esperanza de Garza o Nosara no era obstáculo para irse a dar una bailadita. Un encuentro con los amigos de la cazadora en Hojancha: Fernando y Sergio. ¡Tanto qué contarnos cómo qué bailar!

Una sola cama para dormir los tres. ¡Eran amigos de verdad!

Los conocimientos pedagógicos recibidos fueron quedando en el aprendizaje de todos aquellos buenos, bellos, dulces y agradecidos alumnos. Estaba más segura en lo que hacía y así fue pasando el segundo año, claro, se hicieron más frecuentes las diversiones y novios.

Muy rápido llegó el tercer año. Ya todo era más familiar, más natural. Sentía que mi vida echaba raíces ahí.

Con mirada fija sobre aquel lejano mar, como lo hice el primer día, y desde la ventana de la escuelita, siendo un día cualquiera del almanaque, recibía un telegrama que había pasado por muchas manos para poder llegar hasta mí. Aquel papelito contenía un enunciado que, al leerlo, sentí hacerme toda yo, en mil pedazos. Responsables del contenido eran mis padres.

¿Qué había pasado? ¿A qué le temían? No quise saberlo. Solo obedecí. Lágrimas incontenibles corrían por mis mejillas. Sollozos desde lo más profundo. Interrogantes innumerables.

Había un terremoto interior.

Destrozada, la maestra de Platanillo cogía su maleta de cuero. Ahora no llevaba ropa para cama ni deudas a don Jesús. Ahora iba repleta, a reventar, de experiencias, aprendizajes, lugares conocidos, días de mucho disfrute, de amores

sanos, de amores que la distancia borraría, de un título pedagógico. No comprendía el por qué ni para qué, solamente había que obedecer la gestión hecha por mis padres y decirle adiós a Platanillo. Aquellos niños morenos, descalzos, con sombrero, con un único cuaderno y lápiz bajo el brazo, y aquellos pobladores sencillos, hospitalarios, le enseñaron más a la maestra que la maestra a ellos.

Siento orgullo de haber servido a mi patria desde un pueblito que supo respetarme, acogerme, incorporarme, enseñarme y, sobre todo, plasmarme muy dentro que vale más dar que recibir.